¿Y para qué becarios? [*]

…lo que finalmente nos resguarda
es nuestra desprotección…

Rilke


¿Y para qué becarios en tiempos de sicarios?, la pregunta me resuena cada día con más fuerza desde varios frentes. Aunque la cuestión siempre ha estado ahí y su respuesta es absolutamente personal, el planteamiento en estos términos comenzó semanas atrás cuando alguien dijo en Radio y Televisión de Veracruz, entre broma y en serio, que el problema de este país eran sus demasiados sicarios y su exceso de becarios. Más allá de lo atractivo que pueda resultar el aparente juego de palabras, la afirmación me incluye porque yo también, como tantos otros, percibo una beca de la Fundación para las Letras Mexicanas. El cuadro se me completó después, horas antes de la marcha convocada por la tragedia del poeta Javier Sicilia. Entre la impotencia y la furia, una amiga evidenciaba lo urgente de tomar un papel activo ante los hechos. “Nos están matando y a las autoridades no les importa; hagámosles saber que ya estamos hartos”, me decía, y conforme la escuchaba me venían a la mente viejas inquietudes. Aquella tarde no fui a la marcha. Cuando regresé a casa continué pensando en lo que yo podría hacer desde mi circunstancia.

Atendí en estos nuestros días a lo que alrededor de mí se dice. Fuera de México, se casó un príncipe, beatificaron a un papa y los cruzados del XXI afirmaron haber matado a la encarnación en turno del mal. Dentro de México, cada mañana, como si los dioses lo exigieran desde siempre, la sangre violentada no deja de correr: las cabezas putrefactas aparecen a la orilla de los caminos; los cuerpos torturados, mudos sin justicia, desbordan las fosas clandestinas y se apilan en un absurdo inventario las atrocidades cuyos reclamos pronto son condenados a la estadística, antesala del olvido. En este contexto, como joven mexicano no mayor de 30 años, con ciertas aspiraciones y cualidades literarias pude solicitar a una fundación que me recibiera en su seno. La fortuna acompañó mi solicitud y en seguida pasé a formar parte de un privilegiado grupo que además de obsequiarme mi tiempo, me brindó una casa, me procura tutores y cursos que sin duda beneficiarán mi quehacer artístico y, como si no bastara, me provee del material necesario para que me dedique a escribir. Con doce mil pesos mensuales seguros durante un año, como joven que decidió ser becario gozo de un entorno favorable, que si lo aprovecho de la mejor manera, en principio, al concluir el periodo mi escritura habrá mejorado. Todavía no seré aquel que quiero ser, pero habré avanzado el recorrido. No obstante, como joven que decidió ser becario debo asumir pronto cuál es esa “mejor manera” en que aprovecho la circunstancia de privilegio. Puedo, por ejemplo llegar temprano, encender la computadora, revisar correos electrónicos, conversar con mis contactos, leer los diarios, asistir a cursos, tomar notas y esbozar ideas, escuchar el radio, leer, darme un tiempo para comer, otro para tomar café, conversar con los demás becarios, revisar nuevamente el correo electrónico, leer de nuevo los diarios, ampliar las ideas, escuchar otra vez el radio, pensar en mi proyecto, escribir notas, tomar un descanso, beber más café, desarrollar las notas, repensar el proyecto, comenzar o continuar un texto y, luego de ocho horas de jornada, apagar la computadora, despedirme de los demás becarios y regresar a casa. Si distribuyo adecuadamente el día, no para cumplir sino para completarme, como joven que decidió ser becario, cada hora que pasa, en principio, estoy más cerca de aquel que pretendo ser. Pero hacia dónde exactamente apuntan todo ese tiempo y esos recursos invertidos en tal joven; quién es ése al que dirijo cierto esfuerzo y tantas expectativas. En el mejor de los casos, un escritor, que con mayor dominio de los recursos, entonces propios, tanto materiales como del intelecto, continúe escribiendo. Sin mayor exigencia que la de reunir los elementos mínimos de una estética ya dada, o la de arriesgar levemente las formas o temas conocidos, el entonces escritor que podría ser disfrutaría de una circunstancia propicia para la creación. Sería en mayor o menor grado dueño de mi tiempo, tendría más libros leídos y por leer, habría publicado con suerte unos cuantos, y me podría haber hecho de un cierto prestigio que me permitiera, como observó Spinoza, persistir en mi ser. Pero, ¿para qué? Cuál es el afán que como joven que decide ser becario para llegar a ser un escritor en una circunstancia de privilegio me guía, mientras que en las calles los rostros que me cruzan gritan: ¡No más sangre!

            Alguna vez el romántico Almeida Garrett preguntó a los economistas políticos, a los moralistas, si habían calculado el número de individuos que es preciso condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la explotación infantil, a la crapulosa ignorancia, a la desdicha invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico. Poco valor tiene como mero ejercicio de retórica que como becario me pregunte cuánto le cuesta a la sociedad las condiciones que me permiten, en el mejor de los casos, que lea y escriba ad libitum. Lo que debiera responder, si por algo he de rendir cuentas, está en el uso que de mi tiempo hago. Entonces los fantasmas del siglo XX con sus escrituras comprometidas y activismos, con sus humanismos revestidos de un halo de derrota, me invaden en cualquier intento de respuesta. ¿Qué puedo como becario? ¿Cuál imperativo guía mis esfuerzos? Antes, algunos escritores también fueron maîtres à penser, intelectuales, líderes de opinión que en su quehacer legitimaban su responsabilidad con la sociedad de la que formaban parte. Había dos bloques claramente definidos. Se estaba a favor o en contra, y el compromiso era activo, se trabajaba por el grupo al que se pertenecía y la conciencia histórica sentía que afectaba de manera directa su entorno. Hoy como en otros tiempos se tiene y se ha perdido la fe. El recién partido Gonzalo Rojas en “Ochenta veces nadie”, advierte que Hölderlin fue último en hablar con los dioses. Heidegger en uno de sus ensayos retoma de una elegía de Hölderlin la pregunta “… ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?”. Para el filósofo alemán la era que se ha prolongado hasta nuestros días, desde el sacrificio de Cristo hasta la muerte de la idea del Dios católico, evidencia la penuria de los tiempos en que los dioses se han retirado. Los poetas, como los antiguos sacerdotes, no pueden sino seguir el rastro que las deidades han dejado en su ausencia. Hay un canto por lo que ya no está. También, un intento por mantener el nexo que une lo divino con lo humano. Los movimientos poéticos del XIX y que se prolongaron hasta la primera mitad del XX dan testimonio de esa necesidad mística que, no obstante ahora sin dios, como las aguas busca mediante el poeta su encuentro con el océano, aunque el puente que comunica con lo divino haya desaparecido. No extraña que un Altazor nazca a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo o que Bernardo Soares haya nacido en una época en que la humanidad perdió la fe en dios por la misma razón por la que la había tenido: sin saber por qué. Desde Hölderlin, ausentes las causas fundamentales de la vida –desde los primeros hombres en realidad-, el ser humano en su existir se vuelca hacia adentro para encontrar en la fuente primaria el vínculo roto. Para eso poetas como Rilke en tiempos de penuria, para en la gravitación del primer círculo, expuestos ante lo abierto del mundo, hallar protección. ¿Puede entonces el becario como el poeta, rastrear en la marcha de los dioses el camino hacia la protección de lo abierto? O como el intelectual, ¿puede influir en las decisiones de la opinión pública? Después de todo un becario es un humano como cualquier otro, con alguna postura ante lo divino y una circunstancia social específica. Pero no más. Cuando el poeta es un vidente, se halla muy cerca del profeta. Cuando el escritor tiene un compromiso político y lo asume activamente, está muy cerca de liderar una opinión. Un becario, por lo menos el que soy, aunque vea ciertas cosas no es predicador, ni tampoco es un maître à penser por tener ciertas opiniones, aunque éstas fueran valiosas. Esto observo y esto pienso de mi posibilidad. De ahí a ser un problema para el país por vivir una situación de privilegio que, ocupada de asuntos literarios, en apariencia no soluciona nada de lo social, hay una distancia insostenible. ¿Qué se espera de mí ante la violencia? Pienso –y hablo desde mi postura barbomante, mezcla de taoísmo y neo paganismo, pero también desde mi conciencia de clase– que el mundo no necesita, no puede, ni debe ser salvado. El mundo, entendido como la masa amorfa de personas, la gente, no quiere decir nada, porque no habla de nadie en específico. Ese mundo, la generalidad libre de carne y voluntad, sólo existe como abstracción y es distinto para cada uno, por el simple hecho de que somos seres concretos que, también es cierto, nos agrupamos para coexistir. De ese mundo abstracto no se puede ser héroe sin al tiempo ser tirano. Tampoco creo que se deba serlo de ningún otro. Generalizar es olvidar que hay diferencias.

No tendré tiempo ni espacio para desarrollarlo aquí, pero tampoco creo que nadie sepa la sed con que otro bebe. Con esto quiero decir que comunicarse es lo más duro; que si la violencia es un problema, que si los tiempos son de penuria o de sicarios, la causa principal está en el desconocimiento de esa distancia que nos separa, en ocasiones olvidada por las trampas del lenguaje. Se necesita harta conciencia de los límites, disposición de espíritu y respeto por el silencio del otro. Ante todo, estar dispuesto a conocerlo, abrigarlo en sí, ser uno con el otro.  Esto no es una conclusión, sino un punto de partida. He ahí la tarea del escritor que el becario quiere ser. Ciertamente naïve, pero de lo poco que se puede, es lo que más se quiere.

[*] Publicado inicialmente en el número 10 del Periódico PAIDEIA http://www.periodicopaideia.blogspot.com/

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