“Noche de pájaros” de Alfredo Loera*

Yo no te conozco,
¿por qué habríamos de decirnos algo?

En 1939, mientras Europa era cubierta por los nubarrones de la guerra, Silvestre Revueltas, a un año de su muerte, ponía las notas finales a la Noche de los mayas. Cuatro y seis años más tarde, su hermano José y Juan Rulfo, respectivamente, publicaban El luto humano y “Nos han dado la tierra”. El tiempo, esto es, la pura imaginación histórica, me permite ligar por mera afinidad estética la música de Silvestre y las narraciones de Juan y de José con el cuento que hoy Alfredo Loera nos presenta.

Devoto confeso del narrador bíblico que engendró a Faulkner, que engendró a Rulfo, que engendró a Pedro Páramo, desde Fuegos fatuos, su primer libro, el joven narrador da muestras de un lenguaje sin aspavientos ni pretensión mayor que la de ceder la voz a sus propios personajes. Con pasos de paloma, según el precepto nietzscheano, su narrativa hace andar al mundo. “Noche de pájaros” se nutre de ese lenguaje pero su apuesta quiere ir más lejos: como en ningún otro relato de Loera, la polifonía articula el tránsito de la historia. “Las mujeres caminan sobre el río, desde el amanecer lo hacen, los hombres del pueblo las han forzado. Andan sobre esa tierra que despacio resplandece con la luz del sol. El cielo aún es oscuro; el alba, un tibio balbuceo grisáceo en el horizonte.” Estas sentencias, graves, sólidas de tan pétreas que son, las aprende el lector desde el inicio por boca de Betty, una de las prostitutas que trabajan en el Garzita. Esas mismas palabras de la mujer, interiores, me remiten al comienzo del cuento de Rulfo: “Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros”. En ambos testimonios internos imagino la peregrinación y el éxodo: la marcha forzada de la mujer por el hombre, la del hombre por el hombre mismo o por el propio Dios, severos todos en su misericordia. Tales ecos, desde el Antiguo Testamento, resuenan en las primeras palabras de ambos personajes. Están ahí y así han de transitar el mundo.

Para estas mujeres, continúa la Betty, sólo está la otra orilla, con sus mezquites que se balancean en los últimos trazos de la noche. Ahí tendrán que esperar. Es lo convenido, una tradición de Paredones. Por su parte, el narrador de Rulfo, mientras avanza, ha creído a veces, en medio de aquel camino sin orillas, que nada habrá después; que no se podrá encontrar nada al otro lado, pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Todavía está bastante lejos y es el viento el que lo acerca. Pero allá está, junto con sus esperanzas puestas en la tierra que les han dado. En “Noche de pájaros” lo único dado a las mujeres del Garzita es la oportunidad de redención por el sacrificio. Son rameras que el pueblo ha escogido para que en un tiempo marcado, guiadas por el sacerdote en siniestra procesión, vayan desnudas sobre el cauce de un río seco. Y con el agua, desde su inicial ausencia, la historia de Loera crea un símbolo bastante cercano al de El luto humano. Otra vez, desde los relatos bíblicos, el agua otorga y arrebata la vida. Es el testigo perpetuo, el ojo providente en la tierra. Versículos del Génesis como “y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” dan fe de su eterna presencia, pero también hablan de su ira descomunal: “Y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches”. El agua de El luto humano, como la de “Noche de pájaros” es más próxima al castigo que a la gracia divina. También es un océano y un horizonte: un umbral insondable, como tela de fondo para estas historias. Y que no se deje engañar el lector por estas palabras; decir tela de fondo no es querer nombrar un simple decorado o accesorio, sino reconocer en las aguas el lugar fundamental de la potencia creadora. Las gotas de lluvia, como también las distintas voces que narran la historia, golpean de manera rítmica la tierra donde caen. La horadan, trayendo muerte la purifican y después, como lo reclama el ciclo, la vuelven a abandonar. Ya en “Fuegos fatuos”, el cuento que da título al volumen, el elemento acuático, al principio discreto, termina por rebasar el continente de la escritura. Las palabras finales “Abrió la boca, se le llenó de agua hasta desbordarse, de metal, de oscuridad, de nada”, advierten el lugar preponderante que la narrativa de Loera otorga a los elementos primarios y a los símbolos que la maquinación humana hace de ellos.

Conforme avanza el relato, después de la Betty, se sucederán una tras otra las palabras de don Parménides, las de Sixto y Adelina, de Arqueles y el padre Galván, de nuevo las de Betty entre el murmullo de las demás prostitutas, las habladurías de las mujeres del pueblo, la euforia de los borrachos, las gotas de lluvia y, en conjunto, cual sinfonía siniestra, confundidas sonarán todas las voces con la música del río. Esta polifonía junto con el misterio que rodea al peregrinaje de las prostitutas, me hicieron sentir —sé que es un salto bastante arbitrario; sé que la intuición no obedece a la lógica— resonancias similares a las que percibo en ciertos momentos de Sensemayá o la Noche de los mayas de Silvestre Revueltas. No afirmo esto fundado en la razón. Es mera asociación sensible. Así, a cierta altura imaginé que las mujeres eran una gran serpiente, culpable de la desgracia original y, por cuanto hicieron, malditas fueron entre todas las bestias y animales del campo. De ahí que comieran el polvo que el padre Galván dejara a su paso. De ahí que hubiera enemistad entre ellas y las demás mujeres: éstas las hieren en la cabeza; aquéllas, en el calcañar. Pero encontré también para esta serpiente, en la cuarta de las noches de los mayas —la del encantamiento—, un aquelarre y una liberación. Ellas, las rameras, las mujeres de tres noches, las que espantan a los pájaros, las que dan sombra y echan raíces en el suelo estéril, despiertan con su trágica andanza al río de su pesadilla. Aquí, la voz de Betty, cíclica, sueña que caen enormes pájaros del cielo, como lluvia sobre el agua. No hay que olvidar que todo reptil es punto medio entre pez y ave. Lo terrestre que separa desde los inicios las aguas de los cielos es superado una vez más por el desequilibrio del río. El Dios comienza de nuevo su creación. Se desplaza una vez más, por el arte de Alfredo Loera, sobre la faz de las aguas. Pero como dije, todo esto no es racional.

Lo cierto es que, con “Noche de pájaros”, nuestro autor emprende una vez más la difícil tarea de dar voz a lo que, sin palabras, necesita expresarse y que halla en la ficción un cauce natural.


*Texto publicado originalmente en la revista Este País, número 244, agosto de 2011.
http://estepais.com/site/?p=34744

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