Primavera, la sagrada. Imágenes de paganos xalapeños*

¿Is a rial jistory de rito?
El Tícher
DE LOS CERROS ALTOS DE XALAPA, el Macuiltépec es el más alto y el más luminoso. Está plagado de esa energía volcánica con que se hacen los ritos, y en Xalapa se hacen muchos. Durante el equinoccio de primavera a todo el cerro se le saca provecho. Allí lo llaman “Parque Ecológico Macuiltepetl” y tiene distintos caminos hacia la cima. Hay una ruta vehicular, empedrada, que sirve de pista para corredores. Como la ruta, un sendero también sube en espiral, pero en sentido contrario. Es un camino de tierra y en uno de sus parajes un árbol −se dice− parte la realidad. Hay un atajo, “vía rápida” lo llaman, que sin rodearlo asciende a campo traviesa. Elegir uno de los tres accesos depende del objetivo. Quienes suben a trabajar con las fuerzas escogen la espiral de tierra. Cada pisada activa un estrecho vínculo entre el caminante y el cerro. Se piensa que recorrer la caracola es andar a través del tiempo.
En alguna ocasión, muy cerca del árbol que parte la realidad, me supe por un instante en un bosque celta: una sacerdotisa blanca en una danza hipnótica cuidaba de los robles más antiguos de Europa. Sólo la miré unos segundos. No podía, pero sobre todo, no debía ir más allá. En el Macuiltépec hay guardianes en cada entrada. No es tan sencillo ni mucho menos recomendable traspasar ciertos umbrales a la ligera. Esto lo sabe mejor el Hermeneuta, que por falta de precaución lesionó gravemente su cuerpo energético. Aunque ésa sea otra historia, se liga estrechamente con el rito de la primavera. Recuerdo todavía el equinoccio de 2010. La Gran Orden de la Barbomancia, luego de una meditación minuciosa, consideró preciso ir al Macuiltépec para observar los rituales de los grupos allí reunidos. Las instrucciones eran claras: ayuno necesario, trabajo impecable, atención fija y mucha voluntad de servicio. Sobre todo, no mover nada, cuidar que nadie alterara la estructura o hiciera modificaciones sospechosas. Nos dividimos en parejas. Yo trabajé muy cerca del cráter junto al Hermeneuta. Teníamos que esperar a que el lugar se nos presentara. Conforme avanzábamos, de la cima, a intervalos se escuchaban dos tambores y el llamado de un caracol. Entonces ubicamos, entre las raíces de un árbol, un nicho que nos pareció el lugar. Recuerdo que en aquella época comenzaba a trabajar con ramas y hojas, por lo que había llevado una ofrenda. De espaldas al árbol me sujeté a sus raíces. El Hermeneuta, frente a mí, cerró los ojos y marcó la respiración: la experiencia no se describe; se vive.
Supimos que debíamos volver. De nuevo escuchamos los dos tambores y el llamado del caracol. Era necesario subir. En la cima del “Parque Ecológico Macuiltepetl”, con forma piramidal, hay un mausoleo a los veracruzanos ilustres. Delante de él, un reloj solar. A un costado del reloj, un grupo de danzantes disponía una ceremonia prehispánica. En el suelo habían puesto frutos y semillas a manera de altar. Habían encendido copal y muchas flores adornaban su danza. Aún se preparaban. Una que otra familia paseaba con sus hijos como un domingo cualquiera. Poco a poco el resto de los barbomantes se congregó al pie de la pirámide. Entendimos la instrucción. Percibimos la energía nada amable del joven de sombrero negro. También notamos cómo se replegó cuando se supo observado. El Barbomago nos pidió cuidar la ceremonia de los danzantes. Desde diferentes puntos, cada uno de nosotros colocó una protección. Volvieron a sonar los tambores y el caracol. Uno a uno los danzantes ocuparon sus lugares. Entonces, un hombre de gran penacho tomó la palabra. Explicó al resto de la gente que en instantes comenzarían un ritual para celebrar la entrada de la primavera. Mencionó que era una fiesta y que todos estábamos invitados a participar. Dijo que primero consagraríamos los rumbos. Pidió que después de cada frase suya, repitiéramos: "¡Ometeotl!". La gente se acercó más y se distribuyó entre ellos. Nosotros no nos movimos de nuestro lugar. Yo sentía una atmósfera muy grata, aunque no dejó de parecerme curiosa la reacción de una danzante que pretendió amenazarnos por no querer "cooperar.” Con un gesto el Barbomago le dio a entender que estábamos “cooperando.” El hombre del gran penacho empezó su invocación. Una tras otra las sentencias fueron proferidas. A cada intervalo repetimos “¡Ometeotl!”. Luego, comenzó la danza. Era gracioso ver cómo el resto de la gente, al principio tímida o desconfiada, cedía ante el llamado del tambor. No los culpo, el ritmo era muy sugestivo. Debo reconocer que, sin ser mi predilección, yo también bailé hasta que me fue imposible seguir los pasos. No fueron más de veinte minutos, pero habíamos convocado mucha energía.
Pasado un momento, el del gran penacho dijo que era suficiente. Faltaba cerrar los rumbos y dar gracias por el nuevo sol. Después de consagrar nuevamente la ofrenda a Ometeotl, nos invitó a que probáramos las frutas y las semillas. Quizás fue el ayuno, pero la naranja que comí estaba deliciosa. Cuando levantaron el altar, de manera abrupta, la neblina consumió los tímidos rayos del sol. Una ligera llovizna comenzó a caer. Bajo la lluvia, un hombre del ayuntamiento habló de la importancia de las tradiciones ancestrales. Sin agregar nada interesante, terminó su discurso invitándonos a una charla en el museo del cerro acerca de “los 56 días que pasó Benito Juárez en Xalapa”. “Habrá café gratis”, remató. Pero ni siquiera tal promesa pudo retener a la gente que apresurada abandonaba el cerro ante las potentes manifestaciones de Tláloc. El arte del granicero se confundió con la del danzante.

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